En 1855 varios ciudadanos fueron testigos de un brutal asesinato pasional frente al número veintiuno de la calle Unión de Barcelona.

El coronel de infanterí­a del 5º Batallón de Cazadores de Tarifa, Blas de Durana y natural de Vitoria se enamoró locamente de la baronesa de Senaller, Dolors Parrella de Plandolit que a pesar de residir en la Seu d’Urgell, vení­a a menudo a Barcelona para asistir a actos sociales y visitar a su familia. Tal era la insistencia del militar que el marido de la baronesa solicitó al capitán general Zapatero que interviniera, desterrándolo a Lugo. Aún así­, Durana, obsesionado con la baronesa, visitaba frecuentemente Barcelona con el fin de conseguir su amor que nunca fue correspondido.

El fatí­dico dí­a del 19 de junio a las ocho de la tarde se disponí­a la baronesa a acudir al Liceo con su familia cuando, saliendo del palacete de su hermano, un joven de unos treinta años se le abalanzó asestándole una puñalada mortal en el pecho y encarnizándose con doce más por todo el cuerpo. Los gritos desesperados de la cuñada alertó al resto de familiares y vecinos que acudieron en el acto encontrándose al asesino, Blas de Durana, inmóvil, fuera de sí­, con el arma en la mano, la ropa y la cara ensangrentada y mirando a la moribunda señora. No se inmutó cuando le detuvieron. Levantó los brazos, dijo su nombre y rango y pidió que no le maniataran por ser jefe militar.

El abogado más brillante de la ciudad, D. Paciano Massadas, aceptó llevar el caso ante la súplica de la madre ya que era amigo de la familia y compañero del colegio aunque nunca se llevó bien del todo con el detenido. Tení­a sólo veinticuatro horas, tiempo excepcionalmente corto en estos casos, para preparar su defensa e intentó convencer al jurado de que su cliente sufrí­a demencia mental transitoria excusando así­ su comportamiento de cuando intentó entrar en el Liceo a caballo además de otros altercados. De nada sirvió la petición de gracia de la madre y las hermanas del coronel a Isabel II ya que el tribunal militar lo condenó a garrote vil y al pago de seis mil reales a los hijos de la ví­ctima.

Blas de Durana, hijo y hermano de militares, fue encarcelado en el castillo de Montjuïc donde su abogado le notificó la sentencia y escuchó con admirable serenidad. Aceptó la condena y nunca pensó en huir pero le atormentaba la idea de terminar sus dí­as como un vulgar asesino en el garrote vil y no morir fusilado como corresponde al honor de ser militar. Su última noche cenó en su celda acompañado de dos sacerdotes, un Oficial y un Capitán amigo suyo del cual se despidió con un efusivo abrazo antes de retirarse a dormir.

Coronel Blas de Durana Durana

Cuando a las cuatro de la madrugada fueron a despertarle para empezar con los preparativos de la ejecución, uno de los sacerdotes vio como Durana estaba preso de terribles convulsiones y ya nada se pudo hacer por su vida a pesar de los intentos de reanimación del médico. En una de las dos cartas encontradas a su lado explicaba que preferí­a morir envenenado con cianuro mercúrico que sufrir la deshonra del patí­bulo.

A las ocho de la mañana la Esplanada de la Ciudadela, lugar habitual para ejecutar las sentencias a muerte, estaba abarrotada de ciudadanos que no querí­an perderse tal macabro acontecimiento y ya corrí­a el rumor de que realmente no se habí­a suicidado sino de que era una excusa para librarse del garrote. Cuatro reos llevaron al coronel en litera hasta el escenario y lo colocaron en el garrote tapándole los ojos y dando así­ muerte a un muerto.

Como indica Manuel Bofarull en su libro “Crims i misteris de la Barcelona del segle XIX”, Blas de Durana fue enterrado en el nicho 3083 del cementerio Vell, justo al lado de su amada ya que el coronel lo tení­a todo previsto.

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